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lunes, 24 de agosto de 2009

Barranquinecia, de Antonio Silvera Arenas

Un particular método de evaluación, surgido en el campo de la administración de empresas, acaso para amortiguar las falencias humanas, no sé si por un magnánimo altruismo o porque, sencillamente, es necesario mantener a los clientes del mercado, es el llamado DOFA. Sigla ésta que reúne cuatro categorías en aras de garantizar, para tan delicado menester, un preciso equilibrio: Debilidades, Oportunidades, Fortalezas y Amenazas.

Recientemente, mientras un aguacero arreciaba y permanecía en un colectivo, tal un Ulises sometido a la indefectible voluntad del conductor, diligente empleado que se empeñaba en seguir la ruta, aun cuando ésta comprendiera la de los arroyos —esos caprichosos númenes de la ciudad, que, en épocas de lluvias, nos recuerdan su indubitable nombre, dadas sus veleidosas inclinaciones hacia el río—, se me ocurrió que, en vez de lamentarnos con esta situación, los barranquilleros deberíamos explotarla.

Esto es, en lugar de ver el asunto como una debilidad o una amenaza para el status quo de la urbe, tendríamos que aprovechar la ocasión —las fortalezas y oportunidades— con que la naturaleza nos ha privilegiado al reservarnos el último tramo del margen occidental del río Grande de la Magdalena.

En concreto, se trataría de convertir la ciudad en una Venecia alterna. Me explico: en primer lugar, podríamos convertir las carretas, cuyos famélicos dueños aprovechan, de hecho, la oportunidad para el rebusque, en góndolas singulares, lo cual no requeriría de una mayor inversión, pues, manteniendo por encima de todo su carácter vernáculo, se limitaría a la aplicación de unos paraguas multicolores para evitar que los turistas —claro está, acompañados románticamente por su pareja y siempre en plan de luna de miel, como en la Venecia matriz— sufran la indelicada contrariedad de mojarse.

Las rutas principales, además, ya están creadas por la madre naturaleza: la carrera 40, la 21, la 36, la calle 76. Con otras palabras: el arroyo de la Paz, el de Rebolo, el de Hospital, el del Country… Se me ocurría que, a lo sumo, para que el paseo fuera ideal —y aquí sí habría que meterse la mano al bolsillo, confiados, eso sí, en el insobornable desempeño de un comité compuesto por los hijos más probos de la ciudad— podríamos construir puentes levadizos, que evoquen los complicados accesos a los castillos medievales en ciertas zonas estratégicas, establecidas como centros de acopio y a manera de zona franca para que la ciudad no pierda su insigne vocación comercial, ni más faltaba, pero, sobre todo, para que los paparazzi, que no faltarían cuando las celebridades descubran la incuestionable singularidad del paseo, puedan ubicar cómodamente sus equipos. En relación con este último aspecto de los puentes levadizos, incluso, para que el tour fuese más emocionante, podríamos considerar la posibilidad de criar, en algunos trayectos, caimanes y babillas.

Tendríamos, desde luego, que promocionar a la ciudad, para las dos grandes temporadas de lluvias, algún momento de las cuales concuerda particularmente con el verano europeo, dándole así una nueva opción a los ávidos buscadores de nuevas experiencias que no hallan en qué gastarse el dinero.

Creo que los administradores públicos de la ciudad, así como los aspirantes a sucederlos, deberían tomar nota de la cuestión —cuyos derechos intelectuales, animado de un gran espíritu cívico, cedo— e incluirlo en sus agendas de trabajo. Se imaginan: de hacerse realidad, nuestra ciudad quedaría definitivamente incluida en el paquete de ofertas turísticas a la que tanto esfuerzo nos ha costado integrarla, cuando se trata de vender nuestro Caribe al mejor postor. Sí, definitivamente, sería algo muy, pero muy atractivo en esta época de extravagancias globales, de fronteras abiertas y negocios: “Si llueve, no se aburra, dese un paseo por Barranquinecia, el lugar ideal para disfrutar apasionadamente los chubascos en las vacaciones de verano”.

Nota: Aparte de la incuestionable oportunidad para Barranquilla, el mundo completo aplaudiría a rabiar el gran evento, dadas sus ventajas ecológicas, pues el mismo ímpetu de los arroyos bastaría para movilizar los vehículos a velocidades vertiginosas. Es más, con las debidas adaptaciones al proyecto, habría que considerar esta gran fortaleza pluvial de la ciudad para dotarla, no de un transmetro, sino de algo así como una gigantesca transcanoa.

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